La seguridad física en la minería ha dejado de ser una conversación sólo sobre perímetros y control de accesos para convertirse en una función estratégica de inteligencia y supervivencia.
Mientras que hace una década el robo hormiga y el sabotaje eran las principales preocupaciones, hoy las operaciones en regiones clave enfrentan una convergencia de amenazas que fusionan el crimen organizado transnacional, la insurgencia, la minería ilegal a escala industrial y la creciente vulnerabilidad de la tecnología operacional (OT) a ciberataques. La seguridad ya no es un costo operativo; es un pilar fundamental para garantizar la viabilidad del negocio y la licencia social para operar.
El nuevo campo de batalla subterráneo
América Latina se ha convertido en el epicentro de la amenaza más violenta. La estrategia de diversificación de los cárteles de la droga hacia la minería ilegal de oro ha transformado yacimientos en zonas de guerra. El oro, con un valor de más de 70,000 dólares por kilogramo en 2025, se ha vuelto el activo preferido para el lavado de dinero, superando en rentabilidad y discreción a la cocaína. El caso de la mina Poderosa en Pataz, Perú, es un crudo ejemplo: durante 2023 y 2024, una alianza de mineros ilegales y la organización criminal «La Jauría» desató una ola de ataques que culminó con el asesinato de 9 trabajadores, demostrando la ineficacia de los estados de emergencia declarados por el gobierno.
El análisis revela fallas sistémicas que facilitan esta violencia. En Perú, el Registro Integral de Formalización Minera (REINFO) ha sido utilizado como un escudo por operadores ilegales para legitimar sus actividades. En Colombia, la mina de oro de Buriticá, operada por Zijin-Continental Gold, libra una guerra subterránea contra mineros ilegales controlados por las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Clan del Golfo), quienes, según informes, han llegado a controlar hasta el 70% de los túneles, usando explosivos y tácticas de guerrilla.
De la amenaza física a la ciber-física
El panorama de riesgos es drásticamente distinto según la geografía. En África Subsahariana, el desafío radica en el nexo entre la minería artesanal y de pequeña escala (MAPE) y el financiamiento de grupos armados no estatales. La inestabilidad política y la porosidad de las fronteras facilitan el contrabando de minerales de conflicto, exigiendo a las empresas estrategias de seguridad centradas en el compromiso comunitario para aislar a los actores violentos.
En el otro extremo del espectro se encuentra Australia. Aquí, la principal amenaza no llega en una camioneta, sino a través de un cable de fibra óptica. Con operaciones altamente automatizadas y controladas desde centros remotos, la ciberseguridad de la OT es la máxima prioridad. Un ciberataque exitoso podría no solo detener la producción, sino sabotear equipos multimillonarios o, peor aún, provocar un desastre físico al tomar control de maquinaria pesada autónoma.
La respuesta integrada: tecnología y estrategia
Para contrarrestar estas amenazas, el sector ha adoptado un arsenal tecnológico sofisticado, articulado bajo el principio de las «4 D»: Disuadir, Detectar, Retrasar y Responder. La disuasión ya no se limita a las vallas; hoy se emplean sensores de fibra óptica que detectan vibraciones y cortes en perímetros de hasta 100 km con una precisión de metros. La detección se potencia con drones autónomos equipados con cámaras térmicas y sistemas de videovigilancia con analítica de IA que identifican comportamientos anómalos.
El control de acceso en zonas críticas se asegura con biometría avanzada —reconocimiento facial y de venas de la palma— que elimina el fraude de identidad. Todo este flujo de datos se centraliza en Centros de Operaciones de Seguridad (SOC) remotos, donde equipos de expertos monitorean y coordinan respuestas en tiempo real.
Más allá de la fuerza: la licencia para proteger
Sin embargo, la tecnología por sí sola es insuficiente. La lección más importante de la última década es que la seguridad sostenible se basa en la legitimidad. Aquí es donde los Principios Voluntarios en Seguridad y Derechos Humanos (PVSDH) se vuelven cruciales. El caso de la mina de oro Geita en Tanzania es emblemático. Pasó de ser un foco de conflicto con mineros ilegales a un modelo de éxito al implementar un plan de «Seguridad Mejorada por la Comunidad». La estrategia incluyó la capacitación de la seguridad privada en el uso proporcional de la fuerza, la creación de un diálogo permanente con líderes comunitarios y una inversión social estratégica, logrando reducir drásticamente las incursiones y la violencia.
En un entorno geopolítico marcado por la fragmentación de las cadenas de suministro y el nacionalismo de los recursos, como prevé Control Risks para 2025, la capacidad de una operación minera para protegerse de manera efectiva, ética y sostenible será un diferenciador competitivo clave. La resiliencia ya no se mide solo en la capacidad de extraer mineral, sino en la inteligencia para anticipar el riesgo y la legitimidad para operar en medio de él.