El imperativo de una nueva infraestructura en Occidente

CAMBRIDGE. Un debate emergente sobre la definición de infraestructura sugiere que las democracias occidentales están empezando a cambiar sus prioridades. El renovado enfoque en la infraestructura y lo que ésta incluye es digno de acogida, sobre todo porque refuta la afirmación de que Occidente ha perdido la fe en el futuro. Muchos sostienen que la inversión en infraestructura física tradicional (como redes eléctricas, distribución de agua y redes de transporte) ya no es suficiente. Ahora, hay un impulso para financiar infraestructura social y cultural: bienes comunitarios como bibliotecas, escuelas, hospitales y sistemas de atención que antes no estaban categorizados de esta manera. Mientras tanto, el creciente poder de las big tech ha provocado debates sobre la necesidad de una infraestructura pública digital. La palabra infraestructura, acuñada por ingenieros ferroviarios franceses a finales del siglo XIX, se refiere a un conjunto complejo de sistemas que permiten el funcionamiento de una sociedad. Esta complejidad se ejemplifica en la maraña de tuberías y cables enterrados bajo las calles de la ciudad que los equipos de construcción desentierran ocasionalmente. Lo nuevo se superpone a lo viejo: los conductores británicos todavía utilizan carreteras construidas por los romanos y túneles y puentes construidos por los victorianos. Esta durabilidad indica la naturaleza prospectiva de la inversión en infraestructura, que de hecho puede existir durante mucho tiempo.

Es sorprendentemente difícil encontrar datos sobre la extensión y el estado de la infraestructura existente. Esto se debe a que los proyectos de infraestructura varían enormemente. Si bien es posible contar, digamos, el número de puentes, éstos no son unidades estándar. Sin duda, la escala y el alcance de algunas redes son más fáciles de medir en términos físicos (como los megavatios por hora para la capacidad de generación o la distancia de los cables de fibra óptica), pero los costos de instalación y el valor creado por cada unidad serán diferentes. significativamente dependiendo del contexto. Es aún más difícil medir la calidad y la resiliencia de la infraestructura.

Lo que está claro, sin embargo, es que las democracias occidentales no han invertido lo suficiente en el mantenimiento de esta infraestructura “tradicional”: no hay que mirar más allá del estado decrépito de los ferrocarriles alemanes, los puentes estadounidenses y los servicios británicos de agua y alcantarillado. No sorprende que los ciudadanos estén cada vez más preocupados por las implicaciones del deterioro de la infraestructura para su vida diaria y la economía en su conjunto.

A esto hay que sumarle ahora la creciente comprensión que tiene el mundo occidental de que la infraestructura también abarca espacios y estructuras sociales y culturales. El fundamento de esta definición ampliada es sencillo: los bienes y servicios públicos que producen ciudadanos sanos y bien educados son componentes esenciales de la base de las actividades empresariales y individuales que permiten que funcionen la economía y la sociedad. En su libro de 2012, Infraestructura: el valor social de los recursos compartidos, Brett Frischmann identifica tres características que unen los activos de infraestructura. Primero, su uso no es rival (es decir, muchas personas pueden usarlos simultáneamente). En segundo lugar, la demanda de electricidad es derivada: por ejemplo, la gente no consume electricidad por sí misma, sino por lo que ésta les permite hacer. En tercer lugar, pueden utilizarse como insumos para una amplia gama de otras actividades.

A eso añadiría otras tres cualidades esenciales. Como señala Frischmann, la infraestructura funciona como una especie de bien público, lo que implica que el acceso a estos activos debe ser universal, o al menos no depender de las conexiones o el estatus personal de un individuo. Se trata, por tanto, de una forma progresiva de inversión que genera prosperidad inclusiva y sostenible. Además, la infraestructura suele tener efectos indirectos o efectos de red positivos, y los beneficios se multiplican una vez que su uso alcanza una escala suficiente. Por ejemplo, el impacto económico de la banda ancha aumentó más que en proporción al número de personas conectadas cuando la densidad de uso hizo viables nuevos modelos de negocio. Pero lo contrario también es cierto: a medida que la red ferroviaria se deteriore, llegará un punto en que utilizarla para transportar mercancías se volverá antieconómico.

Por último, la infraestructura generalmente implica una inversión inicial, lo que resulta en costos marginales de suministro bajos. Si bien esto puede parecer obvio, vale la pena enfatizarlo porque plantea dos problemas clásicos de bienes públicos: cómo financiar tanta infraestructura como la sociedad necesita y cómo regular los activos proporcionados de forma privada cuando los rendimientos crecientes a escala los convierten en monopolios naturales. Pero aún más importante, al menos en el contexto actual, es el largo horizonte temporal de estos activos. Cuando el ingeniero Joseph Bazalgette construyó el sistema de alcantarillado de Londres a partir de 1859, se aseguró de que su capacidad excediera ampliamente la necesidad esperada. Esta previsión ha permitido que la red funcione durante más de 150 años, tiempo durante el cual la población de la ciudad se ha triplicado, hasta superar los nueve millones. Sólo ahora la Thames Water, que se encuentra en problemas financieros, está ampliando el sistema, después de muchos años de inversión insuficiente, provocó un aumento escandaloso de los vertidos de aguas residuales.

A cualquier sociedad que permita que su infraestructura existente se degrade y no invierta lo suficiente en nuevas necesidades le espera un futuro sombrío. Los puentes y cables pueden parecer poco glamorosos, pero estos activos comunes formarán la base del crecimiento económico en los años venideros, y los países que invierten en ellos están creando las condiciones que necesitan para prosperar. A medida que el debate sobre la ampliación del alcance de la infraestructura se hace más fuerte en Occidente, hay atisbos de esperanza de que estas sociedades finalmente estén despertando a la necesidad de invertir en el bien común.

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